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Jueves 25 de Marzo de 2021
Columna del académico y Director Ejecutivo de ECU, Sebastián Zárate
La emisión de la franja electoral ha generado un importante debate acerca de las posibles limitaciones al derecho a expresarse. Se dice, por una parte, que algunos de los mensajes contenidos en ésta han resultado ofensivos, e incluso incitando al odio o la violencia contra personas determinadas (incluyendo al Presidente de la República). Para otros, se trataría de un ejercicio legítimo de la libertad de expresión en el ámbito político. El Consejo Nacional de Televisión convocó hace pocos días a sus miembros directivos a una sesión extraordinaria para discutir si le corresponde regular el contenido de la franja, de modo similar a las atribuciones que tiene cuando son los canales de televisión los que tienen el contenido editorial de las transmisiones. Finalmente se acordó –con mucha razón, a mi juicio—que carece de poder de sanción en esta materia.
Independiente de la calificación de los mensajes que diseñan y emiten a través de la televisión de libre recepción las distintas candidaturas, poco se ha hablado en estos días
sobre qué se espera de la franja. Pareciera que a décadas de su existencia todavía asumimos que la franja electoral del plebiscito del 5 de octubre de 1988 resulta aplicable a todas las futuras elecciones. Nos olvidamos que el contexto político es distinto. Omitimos también que la televisión ya no es la misma en aquellos años, del concepto multiplataforma y variado que hoy tenemos.
Jurídicamente la franja electoral es una carga real impuesta a ciertas personas jurídicas, que obliga a emitir en horario prime contenidos que no controla
editorialmente, y que son determinados por el legislador, y distribuidos por el Consejo Nacional de Televisión. Para tal obligación, el legislador no ha hecho una estimación del valor económico de dicha carga, y no hay evidencia aportada por el legislador sobre el costo directo que tiene para los concesionarios de televisión. Esto lo convierte en una curiosa figura constitucional de una carga real impuesta a una actividad, sin que exista compensación alguna ni dimensión respecto de lo que grava. Se asume que el uso de un bien público concesionado –el espectro radioeléctrico—y el impacto de la televisión como medio sigue siendo
suficiente justificación, tal como se pudo haber fundado dicha política pública hace cuarenta años.
Pero más que nada, el legislador no aporta antecedentes que indiquen que la franja electoral incrementará la información electoral, que los ciudadanos llegarán a estas cuatro elecciones debidamente informados sobre las listas que se presentan y sus planteamientos. La distribución del tiempo impide tal información, así como la selección de los mensajes se alejan incluso de las atribuciones que tendrían los candidatos a constituyentes, dado que a veces pareciera que tendrían funciones de gobierno local o nacional en lugar de actuar como representantes del pueblo en la redacción de un texto constitucional.
La definición de los objetivos de la franja y su impacto real debió y debe ser aportado por el legislador, asistido por el Servel y el Consejo Nacional de Televisión. No se debe olvidar que una carga real sin compensación, al menos requiere de una justificación sobre su idoneidad, es decir, de que efectivamente va a cumplir con el objetivo propuesto. Sin embargo, nunca se ha discutido abiertamente sobre tal finalidad: ¿se trata de una medida que contribuye a la información y participación electoral, o simplemente es un financiamiento indirecto a las candidaturas?
Si se tratase de mejorar la participación electoral, el legislador debiera, antes de imponer la obligación legal, medir el impacto que ésta ha tenido en la audiencia en todos sus años de aplicación, determinando no probabilísticamente sino con certeza que incrementa la participación electoral. En seguida, luego de celebrada la elección debiera evaluar si
la carga impuesta cumplió su cometido. Además, debiera evaluar si los mensajes seleccionados por cada candidatura se dirigieron a la satisfacción del fin perseguido, ya que de lo contrario se trataría de un beneficio gratuito sin justificación.
Si, por el contrario, la franja se concibe como un mecanismo de aporte no pecuniario a las
candidaturas –aunque apreciable en dinero—la discusión debiera hacerse en torno a la
justificación de una carga de tal naturaleza de forma gravosa para ciertos actores y sin costo para el Estado.
Cualquiera de las alternativas nos lleva al mismo punto: el gravar cualquier actividad requiere de una justificación del Estado respecto del impacto, y de la necesidad de compensar o financiar dicha carga. Desde el punto de nosotros como ciudadanos implica que el Estado dé cuenta de cómo se está recibiendo la información que incrementará la participación electoral, y cómo desde el propio Estado y desde los distintos actores se está contribuyendo a tal efecto. Así, por ejemplo, podría el legislador comparar el impacto en la participación electoral que tiene la franja y los programas de conversación política que normalmente ofrecen los medios en períodos previos a las elecciones. Siguiendo con ese ejemplo, si se comprueba que las audiencias de un programa político son más participativas en comparación con su reacción con la franja, entonces lo que corresponde constitucionalmente es aceptar el espacio que mejor satisface el objetivo, que no constituye una carga financiera, y que permite a un medio tomar decisiones editoriales
adecuadas.
La ausencia de justificación suficiente de medidas que limitan las libertades – en este caso la libertad editorial y económica – es un estándar exigible en cualquier política pública. Tratándose de regulaciones que inciden en elecciones de nuestros gobernantes, que
son quienes finalmente tomarán tales decisiones, se transforma en un imperativo no sólo constitucional sino de ética pública.
Sebastián Zárate Rojas
• Doctorando en Mass Communication (Ph.D.), University of Florida, EEUU.
• DEA en Derecho Constitucional, Universidad de Salamanca, España.
• Doctor en Derecho (Ph.D.), University of Bristol, Inglaterra.
• Magíster en Derecho Constitucional, Pontificia Universidad Católica de
Chile.
• Abogado, Pontificia Universidad Católica de Chile.
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