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Lunes 18 de Octubre de 2021
Columna del académico, Sebastián Goldsack, para ECU.
No hace mucho tiempo, en pleno desarrollo de la crisis social del 2019, las principales marcas en Chile se quedaron mudas. Previo a eso, las pautas de medios se desbordaban de contenidos alusivos a ofertas de precios y un sinfín de apelaciones que daban cuenta de un país aparentemente en bonanza y en pleno crecimiento. El estallido social fue un aterrizaje forzoso para muchas empresas, una suerte de choque de realidad con una calle que habían dejado de sentir y de entender. Estaban conversando con un consumidor que había dejado de existir, en una sociedad de ilusiones llenas de caricaturas de nosotros mismos. Lo que algunos politólogos señalaron como la crisis de la desconexión en el mundo político, no fue muy diferente a lo que en realidad sucedía en el mundo corporativo.
Callar repentinamente en publicidad es raro, y dejar de conversar por no tener mucho que decir lo es aún más. De todas formas, ese silencio fue a ratos trágico, ya que por años esas marcas ahí ausentes nos prometieron estar, que confiáramos en ellas y que estuviésemos tranquilos de que cada uno de nosotros era importante, dando por descontado que nos conocían y sabían nuestras necesidades.
Algunos pocos entendieron el momento y salieron a disponerse a su gente con lo que fuese (como Dr. Simi con sus buses de acercamiento gratuitos, o BEAT que durante esos días no cobró la comisión a sus conductores y tampoco su tarifa dinámica). Los que se atrevieron, escogieron una bandera para hacerlo bien. Una causa que hiciera sentido en una nueva vida que se llenó de urgencias; lo anterior en un mar de muchos que aguardaron aguas calmas para levantar de apoco la voz a la espera de ver cómo eran recibidos aquellos que siguieron navegando.
En el murmullo de esos muchos llegó la pandemia, y vuelta a sacudir un escenario ya por suyo frágil, aunque esta vez con alguna mayor noción del tremendo daño de dejar a las marcas en mute, y en ello, en un abandono y potencial olvido de su existencia.
Rápidamente algunos ingeniosos cambiaron sus logos, levantaron las manos, separaron los espacios de sus tipografías y ocuparon la fórmula universal de imágenes en gris y música instrumental para acompañar a un sentido guion de tono melancólico que daba a entender acogida y entendimiento. De eso mucho, pero nuevamente de banderas y compromiso social poco (salvo excepciones maravillosas como las de Casa&Ideas al mantener íntegramente las remuneraciones a sus colaboradores a pesar de tener todas sus tiendas cerradas).
Parafraseando a David Ogilvy – como el consumidor no es tonto – toda esta avalancha de buenas intenciones y sentidos comerciales no afectó mayormente a los mercados, más bien quedó como paisaje o contexto del minuto histórico mundial.
En este ruido de poco compromiso- y en un mundo cada vez más digital en donde los tamaños son relativos- fueron los pequeños actores emergentes de las industrias los que reaccionaron con mayor celeridad en estas nuevas urgencias sociales. Los que estaban levantando la nariz desde modestos emprendimientos, o bien eran buenas apuestas futuras, fueron los reales protagonistas de este período. Sus propuestas fueron honestas y muchas veces hasta pedestres, tal como Mercado Libre que puso en jaque al gran retail nacional solo por hacer bien lo que prometieron hacer: que las cosas llegaran en tiempo y de buena forma (cuadriplicaron sus ventas en 2020, y en palabras de su CEO Alan Meyer, una de cada cinco casas en Chile recibió un paquete de su empresa).
El éxito temprano de estas pocas empresas asentó la idea de que las marcas (como representación simbólica y fáctica de sus respectivos modelos de negocios), debían hacer un golpe a la caña y cambiar el rumbo. Estudios y webinars ayudaron a ir redondeando la idea de un cambio en las expectativas de los consumidores.
A grosso modo: las marcas estaban siendo requeridas en mayores niveles de honestidad y transparencia en función de aportar a una calidad de vida (CADEM, 2020), y los consumidores agradecieron y premiaron a las marcas que fueron percibidas como jugadas en el minuto de atender a sus comunidades (Criteria, 2020), valorando por sobre el resto a aquellas que pusieron la salud y vida de las personas al centro de todo negocio, conectado profundamente con las vivencias de las personas (AlmaBrands, 2020).
Posterior a estos primeros debates, la conversación sobre la necesidad de contar con propósitos para las marcas pasó de ser un motivo de análisis ya no solo de los congresos y seminarios dirigidos a los CMO´s, y con el tiempo traspasó la barrera de los asuntos interesantes a ser un asunto relevante para los gobiernos corporativos como un todo.
Al igual que en el efecto de la pandemia sobre la cultura digital, es posible que sin crisis de por medio, la conciencia corporativa sobre las nuevas exigencias sobre las marcas hubiese sido a tasas bastante más reducidas. Lo singular del caso en Chile es que las exigencias se trasformaron en demandas muy puntuales, quedando en evidencia la necesidad de que las empresas asumieran un rol “agencial” en la solución de problemas reales y cotidianos (CADEM,2020), sea salvar el futuro, asumir un rol social, o de lleno participar en política (AlmaBrands, 2021).
Sin embargo – y como siempre hay que corregir los asuntos por cultura y contexto – estas nuevas exigencias para los negocios fue asumida por algunos de manera muy profunda y seria, pero para muchos como una necesidad publicitaria a la que había que responder con la mayor celeridad posible. En un acto casi descontrolado, estos muchos se volcaron a sus agencias de publicidad solicitándoles frases motivacionales y relatos que persuadieran a ser percibidos como socialmente responsables, buenos ciudadanos o a lo menos preocupados del devenir de sus consumidores, dejando una sensación que para “enganchar” con los mercados había que transformarse en una ONG.
Pareciera ser que la moda de tener un propósito se ha entendido como un acto discursivo, pero que aún no cala lo suficiente para ser entendido como una cláusula social que modifica el propio modelo de negocios, en la medida que a su vez es la renuncia a ciertos actos y comportamientos que hacen que ese compromiso sea cierto y perdurable en el tiempo (afectando por ende las razones de captación de flujos de caja, y por lo tanto la razón misma del negocio).
Mientras tanto, la data indica que esta demanda ciudadana para que las marcas asuman un rol subsidiario del Estado sigue en alza. Se esgrime que estamos en un punto de inflexión del proceso de transformación de nuestra sociedad, y en ello con cierto nivel preponderante de acuerdo en que las empresas son responsables del bienestar y desarrollo de la sociedad (VisiónHumana, 2021), y para lo anterior se les pide a las marcas ser valientes (LaVulca-Jelly, 2021) y asumir y una presencia positiva en un tema de interés ciudadano (CADEM, 2021).
Lo que se les pide a las marcas no es atender tácticamente dolores sociales de manera voluntarista con el residual de sus utilidades. Lo que realmente se les pide es que revisen cómo se generan esas utilidades, abrir públicamente sus operaciones y dejar que la gente se asome a la cocina y conozca cómo se hace el plato, no tan solo como es servido y dispuesto en la mesa.
En este contexto, es bueno detenerse, tomar distancia y preguntarse por lo aprendido en esta sucesión de crisis, con la certeza de que el escenario con que nos toparemos una vez salgamos es muy posible que no sea ni semejante al que entramos.
Comparto algunas de reflexiones muy generales
El propósito de la marca primero debe ser entendido como una forma de evaluar y corregir el modelo de negocios
No hay máculas ni extrañas recetas para hacer evidente un propósito, solo coherencia, trasparencia y valentía.
Las empresas que declaran un propósito se deben someter a un test ácido a sus operaciones para luego revisar si realmente se están haciendo cargo de su propia identidad, desde un ideario y al servicio de algo mucho más trascendente de lo que son capaces hoy de fabricar o vender.
Las marcas están llamadas a ser algo mucho más cotidiano que grandilocuente
Nunca se trató de logos ni discursos ampliamente comunicados. Más bien, siempre fue lo sencillo, lo honesto: la persona. En este sentido, el valor de la marca se debería medir desde lo que las personas dicen de ella, ya que cada vez es menos relevante lo que la propia compañía dice que es.
La verdadera ventaja competitiva es servir íntegramente a una comunidad, y eso desde la cotidiano, con normalidad y sin aspavientos. Ese andar de ordinario hace que la marca sea un algo extraordinario.
Que el propósito de una marca no se construye en una agencia de publicidad sino en el Directorio
Por cierto, que las agencias son de tremenda utilidad para el proceso, pero nada sacan en ayudar a quien no está seguro de gestionar desde un ideal, y que es capaz incluso de hacer renuncias para lograrlo.
Liderar sin convicción es una condena que se paga en cuotas, peor aún cuando se trata de aparentar una postura ante un grupo de convencidos. La publicidad no es una vara mágica que convierte sapos en príncipes (a lo sumo puede dejar más presentable el verde original).
El propósito es el que permite seguir conversando, y evita quedar en silencio para no patalear en el aire
En el estallido social, las marcas que quedaron en mute no tenían de qué seguir conversando, evidencia de no tener profundidad y relación más que la conciencia momentánea (precio, acceso, etc). Cuando se lidera desde el ideario de la marca, es la propia comunidad la que genera el diálogo, trasformando a la marca en un escenario generoso de conversaciones (y no en el caballero andante que quiere siempre sacar a relucir su armadura de plata).
Reflexiones quedan muchas, tantas como tiempo pase para sentir que la arena movediza en la que caminamos se empieza a estabilizar. Por el momento me parece bueno ir dejando ciertos recordatorios del camino transitado, la memoria siempre es frágil.