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Miércoles 1 de Abril de 2020
Columna de opinión de Joaquín García-Huidobro.
Pasarán las décadas, y los historiadores del futuro hablarán a sus alumnos sobre nuestra época. Entonces explicarán a su auditorio una historia que los asombrará. A fines de 2019, en un mercado de alimentos de Wuhan en China se originó un virus que hizo tambalear a todos los mercados mundiales; causó innumerables muertes; y mantuvo paralizada a la humanidad por un tiempo que en este momento no sabemos cuánto durará, aunque para ese historiador del futuro y sus estudiantes será un dato muy sencillo de averiguar.
El profesor también explicará a sus alumnos que la gente de esa época, la nuestra, pensaba ingenuamente que la paz y la prosperidad parecían aseguradas; que lo último que podían imaginar es que, de un momento para otro, se iba a alterar por completo la vida de todos los habitantes del planeta. Ciertamente, esos hombres del comienzos del siglo XXI habían oído hablar de la Gran Recesión de 1929, que había afectado a la generalidad de los países; de las guerras mundiales, que sacudieron Europa y cobraron millones de vidas; y también de las grandes epidemias del pasado, desde la peste negra del siglo XIV a la mal llamada gripe española, en los comienzos del siglo XX. Se trataba de unas enfermedades que mataron aún más personas que las guerras. Pero todo eso estaba muy lejos, pertenecía a los libros de historia y no era para ellos, los tranquilos habitantes del año 2020.
Quizá esos futuros historiadores comenten que a nosotros nos sucedía como en “La máscara de la muerte roja” (1842), el cuento de Edgard Allan Poe. Allí, un grupo de personas se reúne en la abadía del príncipe Próspero para aislarse de la peste que se ha enseñoreado del país. Solo que, a diferencia del cuento, en nuestro caso quisimos constituir una excepción no respecto del mundo circundante, sino del pasado. Soñamos con que nuestros celulares, aviones, hospitales, computadores, redes, laboratorios, rascacielos, mercados financieros, carreteras y vacunas nos iban a mantener muy lejos de aquellas tragedias que habían marcado la suerte de la humanidad durante milenios.
Dirán que el error que cometimos no estaba, ciertamente, en el empeño por ahuyentar las guerras, epidemias y otras catástrofes de nuestras vidas, ese esfuerzo es connatural a los seres humanos. Nuestro fallo estaba en creer que ese espectro se había alejado para siempre o, al menos, que gracias a la tecnociencia, estaba recluido a unos lugares marginales del planeta. Pero, como el relato de Poe, de pronto descubrimos que la peste estaba en medio de nosotros.
¿Qué hemos experimentado en estas semanas? Quizá temor, pero también impotencia, unas sensaciones que son, o al menos pueden ser, saludables. Ellas nos recuerdan nuestra condición humana, y siempre es bueno saber quiénes somos, de qué material estamos hechos. También hemos redescubierto cosas que bien sabían nuestros antepasados, como el hecho de que los nuestros son destinos compartidos. Nuestros ancestros no eran individualistas y recibían la idea de comunidad junto con la leche materna.
El desconcierto que nos afecta puede llevar a reacciones muy distintas. Hay, sin embargo, un error que no debemos cometer. Es verdad que no queremos que el virus afecte nuestras vidas, en términos de contraer esa enfermedad. Por eso, tomamos las precauciones que indican los médicos y seguimos las indicaciones de las autoridades, destinadas a evitar que ella se propague. Al proceder de esa manera hacemos bien. Sin embargo, de ahí no se deriva que la situación actual no esté llamada a tener una decisiva influencia en nuestro modo de vida. Ciertamente, nuestras capacidades de influencia externa están hoy particularmente limitadas, pero no hay que olvidar que aquí también se trata de transformarnos a nosotros mismos, de salir de esta crisis mejorados. Y eso no depende de lo que hagan los gobiernos o de cuanto avance la pandemia; tampoco supone esperar a que las cosas vuelvan a una idílica normalidad.
La historia está llena de ejemplos de personas que hicieron cosas grandes en medio de enormes dificultades. En el prólogo mismo del Quijote, Cervantes nos cuenta que su historia “se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. De estos tiempos de encierro involuntario tal vez no salgan de nosotros unas obras literarias dignas de mención, pero el modo en que enfrentemos estos días sí influirá decisivamente en qué tipo de personas seremos al salir de ellos.