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Martes 11 de Abril de 2023
Columna de opinión del profesor, Sebastián Goldsack.
Hace algunos días, en un noticiario central daban un completo reportaje de cómo compatriotas traspasaban la frontera Allende Los Andes para comprar víveres -que de acuerdo al periodista- podían llegar a estar hasta un 40% más barato que en Chile. Ante lo objetivo, efectivamente estamos frente a un alza en el costo de la vida que hace que la población busque soluciones creativas como aquella. Ante lo de fondo, vale la pena volver a preguntarse más allá del dilema del precio del litro del aceite las razones que hacen que vivamos en un país cada vez más caro.
Estamos frente a un Chile que sigue decreciendo en sus índices de confianza, sea por la infodemia y las fakenews como lo plantea la encuesta de Edelman Trust Barometer (2022), o bien por habitar en una sociedad en que en los últimos años la sensación de peligro es cada vez más grande, como lo plantea por ejemplo la Encuesta Bicentenario de la PUC (2021) o la CEP (2022) entre otras prominentes de la plaza.
Lo cierto es que en esta madeja de variables interconectadas, en Chile hemos perdido la sensación de legitimidad de las instituciones públicas, la efectividad de nuestra legislación, las capacidades de nuestros gobernantes y en las normas que rigen la vida común. En resumen, vivimos en un país caro, en qué por ejemplo tenemos que solventar nuevas medidas de seguridad para dormir tranquilos y en el que hay que invertir en resguardos que antes se daban por dados y que hoy hay que aprovisionar. El peligro y riesgo de este camino es claro y conocido, no confiar normativamente es uno de los principales alicientes a una cultura del individualismo en que rige la ley del más fuerte y se deja en superlativo la imagen del campeón, ese que se jacta de cómo burlar el sistema, fortaleciendo en el imaginario la idea de que el avanzar por la berma es un camino válido.
Mientras más nítido es el panorama en Chile sobre lo que no confiamos, también lo es para lo que se ha ido tornado la luz de esperanza para provocar un cambio. Por ejemplo, una reciente encuesta de La Vulca Consulting arroja que un 65% de los chilenos cree que las marcas pueden cambiar las cosas para bien, coincidente con otro hallazgo de Edelman Trust Barometer, en que el 77% de los encuestados dicen que la institución en que más confía es en “mi empleador”. Es decir, hemos traslado el rol público del asunto a la agencia privada, esperando que las empresas asuman un rol subsidiario del Estado y provoquen valor social desde la ejecución de negocios.
Se podrá discutir lo sano o positivo que puede o no ser lo anterior para la sociedad, para la democracia y para el fortalecimiento del Estado, pero lo cierto es que en la alianza pública-privada hay a lo menos una expectativa de agencia que asume el mercado como mínimo de competencia y como constitutivo de la propuesta de valor de una empresa, y quizás como condición de operación para legitimar socialmente su operación.
En una época en que para las empresas el concepto clave ha sido el encontrar y servir a un propósito, avanzar hacia modelos de integración con el Estado parece una situación inevitable, pareciendo ser un camino para la reconstrucción de un Chile que necesita ante todo unión, coordinación y diálogo.