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Miércoles 12 de Mayo de 2021
Columna de opinión de Antonia Echeverría, académica e investigadora de la Escuela de Terapia Ocupacional de la Universidad de los Andes
El mundo se encuentra en un proceso de envejecimiento acelerado, de acuerdo con las cifras proporcionadas por organismos internacionales y nacionales. En 2017, el Instituto Nacional de Estadística (INE) proyectó que para el año 2050 aproximadamente un tercio de la población serán personas mayores, de las cuales un porcentaje será autovalente, pero un grupo no menor serán dependientes, lo cual anticipa el incremento en la demanda por servicios de cuidados de largo plazo y, por tanto, en el costo económico y social; para lo cual el organismo ya anticipó que para el año 2030, el gasto estatal directo de los programas y servicios para personas mayores aumentaría un 40% respecto al año 2018. A partir de esto, se han generado estrategias a nivel mundial para reducir su impacto; estrategias orientadas a promover una buena calidad de vida durante el envejecimiento de la vejez.
Desde 2015, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha promocionado y difundido el envejecimiento saludable, entendiéndose como el proceso de fomentar y mantener la capacidad funcional, pues esta permite el bienestar en la vejez. Según la OMS la capacidad funcional es la interacción que se produce entre la capacidad intrínseca de una persona mayor y el entorno. La capacidad intrínseca es la combinación de todas las capacidades físicas y mentales con las que cuenta una persona, mientras que el entorno comprende todos los factores del mundo exterior, que forman el contexto de vida de la persona. Por lo tanto, la capacidad funcional determina el nivel de participación de la persona en la comunidad.
Cuando una persona mayor es autovalente, quiere decir que posee su capacidad funcional indemne, puesto que logra ser y hacer lo que quiere y necesita sin dificultad, pero cuando la capacidad intrínseca de la persona, o las características del ambiente, impiden dicha participación, la persona mayor requiere apoyo y/o asistencia, lo que determina que comienza a volverse dependiente. En otras palabras, el deterioro progresivo de la capacidad funcional, trae como consecuencia el desarrollo de la dependencia, la cual está etapificada en dependencia leve, moderada y severa o total.
Comprender esto, evidencia la importancia de evaluar la funcionalidad como un elemento central en la trayectoria del envejecimiento poblacional, puesto que la disminución en la participación o desempeño de ocupaciones por parte de la persona mayor, constituye una alerta grave de posible pérdida de su capacidad funcional para la salud pública; la cual con intervenciones oportunas y específicas en algunos casos es reversible, y en otros, permite enlentecer la progresión de la dependencia.
Pesquisar los primeros signos de pérdida de la capacidad funcional genera múltiples externalidades positivas: respecto a la persona mayor, le permite acceder a intervenciones oportunas, mantener el desempeño de ocupaciones significativas que son parte de su rutina diaria con el impacto positivo que esto tiene en su calidad de vida; respecto a la familia y la comunidad, contar con la participación y contribución de la persona mayor; respecto a salud: disminuir la asistencia y cuidados requeridos por la persona mayor al enlentecer la progresión de la dependencia; y por último, a la sociedad en general disminuir los costos para el sistema de seguridad social, en término de atenciones de salud y programas sociales. Dicho todo esto, evaluar la funcionalidad no es importante, sino urgente y crucial para todos.